Picos de merengue

Alguien me había pedido fotos para una cotización, y estaba yo pasando el dedo por la galería de Instagram, cuando de pronto vi una foto que me paralizó. Era la imagen que había soñado antes de que todo esto empiece; la ilusión con la que había impulsado todos mis esfuerzos. Viéndola, se me congelaron instantáneamente las puntas de los dedos, se me vaporizó el aliento y me transporté a las frías veredas de Londres, donde solía quedarme himnotizada observando las vitrinas de las pastelerías, tan elegantes con sus merengues enormes espolvoreados con cocoa.

De todos los retos culinarios en el mundo de la pastelería, el merengue es un pico que a pocos les interesa escalar. Es como el Imbabura a comparación del Cotopaxi pastelero. Claro que el Imbabura es un volcán sumamente empinado, sumamente difícil y agotador. No es una montaña que cualquiera puede coronar, sin embargo nadie va por ahí presumiendo que subió el Imbabura. La cima del Cotopaxi, en cambio, es la foto de perfil de un sinúmero de gente, y tal como el Cotopaxi es el anhelo y la esperanza de todos quienes empiezan a practicar montañismo, hacer pasteles de varios pisos es la meta máxima de quienes empiezan a practicar pastelería. Al menos la mayoría de mujeres en Quito quienes empiezan negocios de repostería desde su casa.

Por años suspiraba al ver el Cotopaxi, y soñaba con llegar a la cima. Una noche de luna llena, hace ya muchos años, estuve en el lugar más hermoso que han visto mis ojos, y completé a satisfacción ese reto. En la repostería, sin embargo, había algo tan simple y a la vez tan misterioso sobre el merengue, que cuando llegó el momento de plantearme un negocio de repostería, volteé el carro proverbial y empecé en dirección al norte (… al Imbabura, pues!).

Han pasado más de dos años desde que empezó mi obsesión con las moléculas de proteína de las claras de huevo. En los primeros meses me iba a dormir pensando en suspiros, me despertaba pensando en suspiros, y pasaba cada minuto del día intentando hacer algo que remotamente pareciese un supiro. A diferencia de los pasteles y las galletas, que había empezado a hornear desde muy pequeña, mi experiencia con el merengue era corta y traumática. Una sola vez había intentado hacer suspiros. En ese entonces vivía en el calor y la humedad de Malaui, no tenía una batidora eléctrica, y estaba convencida que todo en repostería se horneaba a aproximadamente 180 grados centígrados. Queda de sobra explicar el horrorífico resultado de mi intento. A la boda de mi amiga no llegó un solo suspiro respetable, y logré hacer un caos tan grande de azúcar en mi cocina, que tuve hormigas por los mezones una semana entera.

Presentando: Hormigas Suspiros.

Hay quienes saben calcular con precisión el valor de su tiempo respecto a la medida de su esfuerzo. Yo no soy una de esas personas. He regado sin cautela una cantidad avergonzante de tiempo y esfuerzo en este proyecto. Ya cuando hasta los grillos se iban a dormir, yo seguía pegando cartón para hacer cajas de almacenamiento de suspiros. Más de una vez he llegado groceramente tarde a recoger a mi hija por estar esperando que se terminen de cocinar los benditos suspiros. He descubierto vecindarios que en mi mapa mental de Quito no existían tratando de llegar al domicilio de varias clientas. He cocinado todo tipo de frutas, cremas, y otras sustancias que no tienen descripción en el proceso de encontrar la combinación exacta de sabores para todos los sabores de suspiros que dispongo. He abrumado a todos los miembros de mi familia, pero sobre todo a mi marido, con largos monólogos sobre cada aspecto de este proyecto. Todo este derroche de energía es a la vez un frustrante y orgulloso capítulo de mi vida, resumidos en aquella imagen de Instagram que me sacudió hasta los huesos.

La foto la tomé yo. Es una foto de suspiros que yo misma hice. Yo los empaqué y los entregué a su dueña. Pero no fue sino hasta meses después, cuando vi la foto casualmente, que me di cuenta de lo que había hecho. Qué lindo se ve el mundo desde la cima del Imbabura.

Lorena Fernandez